En una esquina poco concurrida de la Ciudad de México, justo donde el bullicio se esfuma y las sombras de los edificios viejos parecen contar historias, se encontraba un café pequeño y peculiar.
El Café "sin nombre", le llamaban. No era un lugar donde los turistas se detenían a tomar fotos, ni donde los locales iban a desayunar chilaquiles o un "avocado toast" por 200 pesos. Era más bien un refugio para los pensadores, los soñadores y, sobre todo, para aquellos con un amor peculiar por la filosofía sin toga ni birrete.
Entre las mesas abolladas y sillas de madera rechinantes, había un hombre, Don Ernesto, conocido por los habituales como "El Profesor". Llevaba siempre un saco de tweed, aunque el calor de la ciudad a veces lo convertía en un sauna ambulante. Su pasión era explicar conceptos complejos de manera sencilla, y su tema favorito: los algoritmos.
"Un algoritmo", comenzó Don Ernesto una tarde mientras jugaba con una cucharita desgastada, "es como la receta de los tacos al pastor que hace el señor Lupe en la esquina. Hay pasos específicos, ingredientes que deben mezclarse en un orden preciso para obtener ese sabor que tanto nos gusta. En la cocina, esos pasos son la receta; en el mundo de las computadoras, son algoritmos".
Los presentes asentían, algunos con una taza de café en mano, otros garabateando en servilletas. Don Ernesto continuó: "Pero no se trata solo de seguir pasos. Los algoritmos, como la cocina de Lupe, tienen su arte. Se deben adaptar, mejorar. Y aquí, en nuestra gran urbe que ruge, los vemos en todas partes, aunque no siempre los reconocemos".
"Piensen en el tráfico", dijo señalando por la ventana hacia la avenida congestionada. "Cada coche, cada semáforo, cada peatón es parte de un algoritmo complejo. Hay reglas, hay patrones, hay caos, pero al final, todo fluye, más o menos, como debe fluir. Así son los algoritmos, invisibles pero omnipresentes, ordenando el caos".
En el fondo, alguien preguntó cómo los algoritmos afectaban sus vidas diarias. Don Ernesto sonrió y dijo: "Cada vez que usan su teléfono, buscan en internet, incluso cuando eligen la ruta menos congestionada para llegar a este café, están interactuando con algoritmos. Son como los espíritus de la ciudad, moviendo hilos en el fondo, guiándonos, a veces frustrándonos, pero siempre allí".
Al terminar su explicación, Don Ernesto se levantó, dejando atrás su taza medio vacía. Los clientes, aún sumergidos en sus pensamientos sobre algoritmos, apenas notaron su partida. Fuera, la ciudad parecía un tablero de ajedrez, con cada peón, torre y alfil moviéndose en su propio algoritmo urbano.
Mientras caminaba, Don Ernesto se detuvo frente a un mural colorido, una de esas obras de arte callejero que aparecen de la noche a la mañana. El mural mostraba un laberinto de calles, personas, coches y edificios, todos entrelazados en una danza caótica pero armoniosa. Al pie del mural, una frase: "En el caos, encuentra tu patrón".
Fue entonces cuando una joven, que había estado en el café escuchando atentamente, se le acercó. "Profesor, ¿usted cree que los algoritmos pueden ayudarnos a entender la vida?" preguntó con curiosidad.
Don Ernesto sonrió con una mezcla de sabiduría y picardía. "Mira este mural", dijo señalando la obra de arte. "Cada elemento aquí parece estar en desorden, pero hay un patrón, una secuencia que lo conecta todo. Así es la vida. Parece caótica, impredecible, pero si observamos con atención, si aprendemos a descifrar los patrones que la rigen, podemos navegar por ella con mayor comprensión y, quizás, con mayor propósito".
La joven asintió, mirando el mural con nuevos ojos. "Entonces, ¿la clave está en aprender a leer estos patrones?" "Exactamente", afirmó Don Ernesto. "Y no solo leerlos, sino también entender que nosotros mismos somos parte de esos patrones, de esos algoritmos. Nuestras decisiones, acciones y pensamientos contribuyen al gran algoritmo de la vida".
La lección final de Don Ernesto no solo sorprendió a la joven, sino que dejó a todos los que lo habían escuchado en el café reflexionando. No era solo aprender sobre algoritmos en un sentido tecnológico o matemático; era reconocer que, en cada aspecto de la vida, desde el caos del tráfico hasta las complejidades de las relaciones humanas, existen patrones que, una vez entendidos, pueden revelar la belleza y el orden ocultos en el aparente desorden del mundo.
Así, en una esquina sin "onda" de la Ciudad de México, en un pequeño café no gourmetizado ni gentrificado se convirtió en un lugar de revelación, donde el misterio de los algoritmos se desplegó no solo como una herramienta de la tecnología, sino como una metáfora de la vida misma.
Comments