El Pasado sostiene una lupa sobre los errores humanos, convencido de que cada desliz es una lección disfrazada, una oportunidad para no repetir lo inevitable.
Sin embargo, sus críticos dirían que vivir mirando hacia atrás es tropezar con la misma piedra en un bucle infinito. El Pasado, con su encanto oxidado, puede atarnos a la nostalgia, esa dulce parálisis.
Por otro lado, está el Futuro, ese chico nuevo que promete el metaverso y la inmortalidad, hablando en lenguajes de ceros y unos. El futuro presume apps para resolver cada dilema humano, desde el amor hasta la muerte.
El Futuro ve el error no como una lección, sino como un bug a parchear en la próxima actualización.
El debate entre estos dos no es mero capricho intelectual. Está en la raíz de cómo vivimos, cómo gobernamos, cómo soñamos.
Pero, en el fondo, ¿no es esta disputa un reflejo de la lucha interna que cada uno de nosotros enfrenta? La tensión entre honrar nuestras raíces y extender nuestras ramas hacia mundos por explorar.
El Pasado clama por reconocimiento, por un museo en cada esquina para recordarnos de dónde venimos. El Futuro, sin embargo, nos seduce con la promesa de lo siguiente.
El futuro es la ambición desmedida de convertir las ideas en materia.
Quizás es tiempo de reconocer que ambos, el Pasado y el Futuro, son fantasmas creados por la mente humana. Y que sólo podemos sentir su presencia a través del impacto que tienen en nuestro comportamiento y nuestras decisiones.
Respetar la historia sin ser su prisionero, soñar con el mañana sin ser fugitivo.