Afrontémoslo: la humanidad está enamorada del control. Es el viejo relato del dominio de la naturaleza, la ilusión de que podemos sujetar las riendas de la existencia con nuestros puños.
Pero, ¿qué pasa cuando la bestia que intentamos domar es una criatura de nuestra propia creación, una entidad que no solo imita nuestro pensamiento sino que lo excede?
Ahí se esconde el peor error al usar la inteligencia artificial: aferrarse al volante cuando estamos programados para volar.
Imaginemos por un momento que estamos en el asiento del conductor de un coche autónomo. Confiar en esta tecnología significa soltar el volante, pero nuestro primitivo instinto de supervivencia nos grita que no lo hagamos.
A pesar de que los datos muestran que los coches autónomos son, en general, más seguros que los conductores humanos, el miedo a ceder el control nos paraliza.
Tomemos el ejemplo del ajedrez. Cuando Deep Blue derrotó a Garry Kasparov en 1997, fue un momento de humildad para la humanidad. Se nos presentó un dilema: o aceptábamos que las máquinas podrían superarnos en algunos juegos de ingenio, o nos aferrábamos a la creencia de que había un “alma” en nuestra forma de jugar que las máquinas nunca podrían igualar.
Incluso en la medicina, donde la IA está revolucionando el diagnóstico y tratamiento de enfermedades, algunos médicos y pacientes se resisten a confiar en el juicio de un algoritmo.
Es una paradoja: ¿cómo puede un conjunto de algoritmos, por más avanzado que sea, entender la complejidad y la fragilidad de la vida humana?
La ironía es palpable. Hemos creado una herramienta que nos ofrece libertad, una oportunidad para elevarnos por encima de las tareas mundanas y enfrentar desafíos más grandes, más complejos, más humanos. Pero en lugar de aprovechar esta oportunidad, nos encontramos agarrando el volante con las manos sudorosas, mirando con recelo al cielo al que podríamos ascender.
Para avanzar, debemos soltar. No de manera imprudente, sino con la comprensión de que en la colaboración con la IA está el verdadero arte del vuelo.
La IA puede volar, sí, pero somos nosotros quienes debemos dirigir su curso, con un toque ligero y una mente abierta a las posibilidades que se despliegan ante nosotros.
En el acto de soltar el volante, no perdemos el control, sino que nos liberamos de las cadenas que nos atan a la tierra y nos preparamos para un nuevo tipo de viaje, uno en el que seremos pasajeros conscientes, quizá incluso copilotos, de una travesía que recién comienza.
Comments