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Foto del escritorAbraham Esli

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La escena: una conferencia escondida bajo la Suavicrema en CDMX.


Allí, entre diálogos del metaverso y NFTs, en un evento organizado por Avalanche, una blockchain, una ponente lanzó una bomba filosófica que nos dejó a todos con el sabor de la intriga en la boca.


Su comentario, sutil en apariencia genuinamente nos atarantó:


"Cuando tu celular se queda sin pila, no dices 'mi celular se quedó sin pila',


dices:


'no tengo pila'".


En esa simple observación, se revela una fusión invisible entre la tecnología y el ser humano. El celular, esa caja mágica de metal y cristal, ha trascendido su papel como herramienta para convertirse en una parte de nosotros, un órgano artificial tan indispensable como el corazón que late en nuestro pecho.


La idea no es nueva; ha sido tema de ciencia ficción durante décadas. Pero ahora, la ficción se ha convertido en una realidad inquietantemente tangible.


Nuestros celulares nos conectan, nos informan, nos entretienen, y, sí, a veces nos dominan.


La adicción a los dispositivos móviles es real. La ansiedad que surge cuando el dispositivo se "queda sin pila" es un síntoma de nuestra creciente dependencia.


Esta dependencia trae consigo preocupaciones sobre la privacidad, el control y la autonomía. ¿Quién controla estos órganos artificiales? ¿Las corporaciones? ¿Los gobiernos? ¿Somos dueños de nuestros dispositivos, o ellos son dueños de nosotros?


Lo que está claro es que ya no podemos ver nuestros celulares como meros objetos; son partes integradas de nuestras vidas, tan vitales como nuestros propios latidos.


Esta relación simbiótica entre humanos y tecnología no debería paralizarnos, pero sí a entender y manejar con sabiduría.


Como sociedad, estamos en un punto de inflexión. Podemos elegir ver nuestros dispositivos como extensiones de nuestra humanidad, explorando las maravillas y desafíos que esto conlleva, o podemos caer en la trampa de ser esclavos de la tecnología que creamos para liberarnos.


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