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Muerte Lenta al Arte





Del barro primigenio una mano emergió, no con gracia, sino con la furiosa determinación de quien sabe que la existencia es la muerte del silencio, esa mano ha sido la creación y al mismo tiempo la muerte lenta del propio arte. Pigmento para el parto, código para el sepelio. 


Miguel Ángel, con ojos de bestia desnudó al mármol, lo forzó a parir formas que gimen en su perfección, retorciéndose en un éxtasis eterno. El mármol tiembla, frío, blanco, y él, impasible, lo esculpe con la afilada precisión de un amante cruel, tallando en su superficie los secretos más oscuros del deseo humano. Sus esculturas son más que cuerpos; son la petrificada

piel, carne congelada en un orgasmo perpetuo, el placer y el dolor fundidos en un solo jadeo de piedra.



Caravaggio sabía que la luz es solo una máscara, una excusa para la oscuridad. Cada pincelada suya es una penetración, una invasión al alma, despojando a sus figuras de cualquier pureza, exponiendo la suciedad que todos llevamos dentro. Sus santos, sus mártires, son cuerpos rotos, devorados por sombras que saben a sudor y sangre, a lujuria y miedo, a la salvación que se escurre entre los dedos como el último aliento de un moribundo.


Y luego, Vincent, con su locura a cuestas, como una amante indomable, lo llevó al borde del abismo, allí donde el color deja de ser color y se convierte en un grito desgarrador. Sus cielos giran, se retuercen, se consumen en un orgasmo de luz, mientras sus girasoles son cabezas decapitadas, expuestas al sol, quemándose en su propia desesperación. Pintaba no con pinceles, sino con venas recién abiertas, con la bilis amarga de su propia existencia, transformando el dolor en belleza, la locura en santidad.


Hoy, la fría máquina toma el relevo, una amante sin carne, sin susurros, que copia, que regurgita, que masturba el arte hasta que se convierte en un eco hueco, sin alma, sin deseo. Los algoritmos se enredan, se retuercen, fornicando en un ciclo sin fin, dando a luz a imágenes sin sabor, sin olor, sin tacto.


El arte, ese acto de locura divinizada, ahora se disuelve en un océano de datos, una muerte lenta. El último gemido de la creatividad, ahogado en la frialdad de un código que jamás sintió el calor de la sangre ni el peso del deseo, que jamás se debió cumplir. 

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