La pantalla parpadea suavemente mientras María observa el holograma de su abuela contarle, una vez más, aquella vieja historia de su juventud. ¿Es real? ¿Es un eco? En una era donde los algoritmos pueden recrear voces y personalidades, la línea entre la vida y la muerte se vuelve borrosa.
Retrocedamos un poco. En 2022, se estimaba que la humanidad generaba 2.5 millones de terabytes de datos cada día. Cada foto, cada mensaje, cada "me gusta" es un fragmento de nosotros flotando en el éter digital. ¿Y si pudiéramos ensamblar esos fragmentos para recrear a una persona?
Las empresas tecnológicas ya están explorando esta idea. Por ejemplo, la empresa china DeepBrain AI ofrece servicios que crean avatares digitales de personas reales utilizando inteligencia artificial y aprendizaje profundo, permitiendo interacciones que imitan conversaciones humanas. Un toque de nigromancia moderna, sin calderos ni hechizos, solo con líneas de código y redes neuronales.
Pero, ¿hasta dónde queremos llegar? ¿Es una forma de consuelo o nos aferramos a sombras del pasado? Algunos psicólogos advierten sobre los riesgos emocionales de interactuar con estas réplicas digitales. Otros temen que estemos abriendo la puerta a nuevas formas de manipulación y pérdida de privacidad.
Mientras tanto, María sigue escuchando a su abuela-holograma, preguntándose si alguna vez podrá decirle algo nuevo. Al fin y al cabo, los recuerdos son finitos, pero nuestra sed de conexión es infinita.
La nigromancia digital plantea preguntas profundas sobre identidad, memoria y lo que significa ser humano. Estamos jugando a ser dioses en un mundo donde los algoritmos son nuestros conjuros. Pero si podemos traer de vuelta a los muertos en forma digital, ¿estamos dispuestos a enfrentar las consecuencias de desafiar el descanso eterno?
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