En el bullicioso barrio de la Merced en Ciudad de México, donde las calles viven de la cháchara y el regateo, Felipe, un artista salvaje, marcó un hito con una obra que desafió los límites del arte y la fe.
Criado entre puestos de ropa y antigüedades, su fascinación por San Judas Tadeo, el patrón de las causas perdidas lo hizo cruzar fronteras artísticas jamás documentadas.
Desde joven, Felipe mostró una devoción única por San Judas, transformando esta adoración en una exploración artística que mezclaba lo sacro con lo profano.
Sus obras, conocidas en el barrio por su intensidad y profundidad espiritual, pronto trascendieron las paredes de la Merced para ganar reconocimiento e invitaciones a galerías en colonias cosmopolita y gentrificadas como la Roma y Condesa.
Después de diez años de carrera, Felipe planeó su acto final: una exhibición post mortem en la que se presentaría a sí mismo, sin vida, en una vitrina llena de cloroformo, emulando a su ídolo sacro. Esta última obra, titulada "Eterno Patrón", fue su declaración más audaz, una fusión literal con el santo que tanto veneró.
La noche de la inauguración, la galería se llenó de un público variopinto: desde vecinos del barrio hasta críticos de arte de renombre internacional. La presentación mostró a un Felipe, tranquilo y sereno en su lecho de cloroformo, inquietando profundamente a todos.
Su cuerpo, preservado como si estuviera en un sueño eterno, provocó un silencio sobrecogedor seguido de un aplauso resonante, y culminando con agentes del ministerio público y prensa amarillista.
La noticia se esparció como pólvora, capturando la imaginación de gente en todo el mundo. Artistas y devotos por igual debatieron su significado, elevando el diálogo sobre los límites del arte y la espiritualidad.
Felipe se convirtió en icono, una leyenda de carne suspendida en el tiempo, recordado por su valiente fusión de la muerte, el arte y la fe.
Su obra final no solo dejó una huella imborrable en su barrio sino que también resonó en las esferas del arte global, demostrando cómo la belleza y la devoción pueden transformar incluso el acto más oscuro en una expresión sublime de desesperanza y redención.